jueves, 22 de noviembre de 2007

A media luz, a media conciencia escribo...

1

Tengo la sangre en llamas, los ojos rojos,
la pluma escribana; filosa daga de corazón roto,
dama oscura; la hoja pista de baile,
tinta en cada paso, sangre en cada trazo.

Hagamos de esta pieza el arma,
Deja que te lea la carta del amante distante,
de nuestros últimos momentos, de la historia del final errante.

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2

Soy el único culpable, de la muerte sin razón,
de la trizteza interminable, de mi único dolor.
Culpable, soy el único culpable, de la perdida de mi alma,
de la caida de la vista, de los puñales en la espalda.

Ya son noches de desvelo, de culpas y batallas,
de evitar cargar el arma y preparar la daga brava.

Vendras a rendir cuentas, deudas trsites y falacias.
Culpable, de inmediato aceptado mi delito,
juzgado con la gente, con el hambre y el vacío del alma y corazón.

Hoy me quitan tu cariño a cambio de un dolor, venganza bien ganada,
La sangre tan deseada con ese único color.

Culpable al lastimarte, al perderte y no buscarte,
de morir sin corazón, de llorar en ojos secos,
de no olvidarte ni en mis sueños; tu imagen grillete de mi amor.

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3

Yo lluevo de olvido,
Remojo el pensamiento.
Me hago pan y vino,
me doy a los amigos que no entiendo.
Crezco verde entre la hierba,
alimento a los gusanos, por fin sirvo entre la tierra.

Cigarrillo de humo turbio,
colores agresivos y pensamientos tristes.

Tus ojos rojos de llanto, los míos dormidos.
Descansen incomodos por suerte,
por decisión propia de la muerte.
Acaricio tu cabello y tristeo con mi culpa

Sigo sin aceptar que no hay duelo,
que no es cabello, es viento vacío,
no siente, no es ella, es nadie,
nadie que viene a verte entre tus penas.

Pues la muerte es paranoia de la conciencia ausente.

domingo, 18 de noviembre de 2007

LXVI... (Pablo Neruda)

LXVI

NO TE QUIERO sino porque te quiero
y de quererte a no quererte llego
y de esperarte cuando no te espero
pasa mi corazón del frío al fuego.
Te quiero sólo porque a ti te quiero,
te odio sin fin, y odiándote te ruego,
y la medida de mi amor viajero
es no verte y amarte como un ciego.

Tal vez consumirá la luz de enero,
su rayo cruel, mi corazón entero,
robándome la llave del sosiego.

En esta historia sólo yo me muero
y moriré de amor porque te quiero,
porque te quiero, amor, a sangre y fuego.


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Sé que ya no me lees, pero aún me escuchas,
sé que ya no estoy y por eso aún luchas.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Antes

Hacer lo incorrecto, quitar la oferta del camino debido. Presionar en los puntos adecuados al cuerpo ajeno. Convencer cada poro, a sudor y a piel. Besar la frente, la mejilla, y recorrer tu mandibula hasta escuchar mis chasquidos de corazón zapateando contra el pecho de metal, tan cerca del tuyo que agitado suspira por un poco más.

Morder el cuello agresivo, que suave en piel, pero firme en corte taladra con electricidad tu espalda, y crespa los ligamentos, apretando tu mano, contra propia voluntad, pero a favor de tu libertad carnal. Tu calor y tu aroma lo reconocen; el terreno ha sido perdido y la llama puesto fuera de control.

Las miradas evasivas ahora filosas, desgarran lo poco que queda de ropa. Y a medida de evitar cualquier atadura sentimental, nos libermos de toda culpa, se apagan las luces, y nuestras miradas penetran sin duda alguna entre la sombra y lo prohibido.

De entre la sabanas se respira el oxido del pecho ajeno.

Recuerdo...

Hace un par de días, después de por fin lograr dormir, tuve un sueño... más bien un recuerdo.

Era una mañana muy esperada, con injustificada razón. El puerto de Veracruz era el destino de un montón de promesas a la comunicación. Tiempo después sabríamos que las promesas son palabras, y la gente se rinde fácil cuando de su carrera se habla. Pero no hay que adelantar otro relato que en esta ocasión no atañe.

Cómo buen ganado porcino nos arrejuntamos en el transporte que nos encaminaría al viaje playero, que buena falta hacía para un bronceado (sigue haciendo falta).

Transcurrió el dichoso trayecto sin más que algunas babas en hombros ajenos, fotografías incómodas, hormigueos por falta de circulación, discos en audífonos.

Una vez en el hotel, nos registramos y decidimos salir a beber en una playa. Remojar nuestros cuerpos poco similares a los de los comerciales.

Nos alejamos de las playas más concurridas. Divisamos una a lo lejos, medio abandonada, medio sucia, pero al fin y al cabo playa.

Antes de instalarnos, todos corrimos cual chamacos, brincoteando las olas chafitas que nos pegaban en la espinilla, luego en la rodilla, hasta alcanzar de fría manera la cintura.

Un compañero al sentir el agua en el pecho se lanzó con suerte al agua empapando su cabellera.

Yo menos presuroso caminaba brincoteando las olas que ya alcanzaban mi barbilla. Mi avance era intermitente, pero seguro. Una ola grande me hizó brincar hacía adelante, dejé ir el cuerpo, y pasé muy por encima de la ola, pero al caer, no toqué fondo.

Sentí como su una cuchara raspara mi pierna como si fuera helado. La carne se separo y el hueso era visible.

El mareo comenzó.

Sin dolor aún, salí de las aguas hasta la orilla, donde las últimas amigas apenas introducirían sus pies al agua, cuando mi pierna mostraba coquetamente su hueso, la sangre hermoso marco del dolor por venir, salía insistente.

Reconocí mi sangre bañando mis pies, dejando mis uñas del pie derecho como de señora cuarentona... muy rojas. Los pequeños pelitos de mis piernas, se pegaban al cuerpo y a su engrudo color vino. El resto de la sangre se dedicaba a decorar la poca arena que lograba tocar.


El dolor me dobló las piernas, y me hizo caer al suelo. Mi presión sanguínea se vino abajo, y el mareo me atacó. Los gritos para solicitar ayuda de mis amigas pálidas y su carrera sobre la arena gruesa fueron pasados desapercibidos por mi persona; que cual camaleón, comenzaba a transparentarme y ser uno con la playa.

Mis amigos, asustados, saltaron a la herida con el valor de un entrenado paramédico. Envolvieron en la playera de un hermano mi herida, para detener la hemorragia. Consiguiendo que la arena me penetrara hasta en el más mínimo rincón de la herida, lucía cual milanesa empanizada. El dolor disminuía y aumentaba como las olas del mar ferroso que nos acompañaba como relleno de la foto.

Y ferroso por que el dichoso guardacostas se atrevió a ir a supervisar mi auxilio, y señalar que donde estábamos nadando había restos de un bote, y lo que me corto había sido un pedazo de metal sumergido cual trampa para incautos y adolescentes con poca suerte.

La ambulancia llegó. Yo nunca me había subido a una. El viaje más que incómodo doloroso y espantoso en toda la expresión de la palabra. El paramédico, con dudosos estudios médicos, no limpió la herida, y únicamente colocó una gasa para que cubriera la parte donde hacía falta piel y carne. Se divisaba el hueso, y un par de nervios y venas marchitos entre sangre y arena.

El arrivo al hospital no fue distinto al viaje: Bajé por propio pie en dolorosa flexión que terminó en sangrado.

Subí a una silla de ruedas, que me encaminó a urgencias. Un niño sin pulgar a mi izquierda, y una señora vomitando sangre eran mis acompañantes.

Me subieron a un fregadero de lozas verdes, pusieron mi pierna cual traste sucio, y comenzaron a tallar, en busca de que quedara rechinando de limpio. Rechinaban mis dientes del dolor, y mis tripas para no vomitar. La enfermera sádica, adoraba su trabajo y sin pensar en mi dolor, continuaba quitando arena de la herida, y colocando en ella yodo.

El ardor era fuerte, el dolor profundo, y los calambres angustiantes. Casi pierdo el conocimiento.

A lo cual la otra enfermera decidió ponerme una intravenosa en mi mano. Hay que señalar que le tengo pánico a las agujas.

Me cambiaron a una camilla. Llegó una doctora que dio instrucciones para coser mi piel y músculos en busca de cerrar la herida.

Me inyectaron anestesia directa, es decir, justo donde tiene la carne al descubierto. Me quemó hasta la conciencia.

Comenzaron por coser el músculo; por así decirlo, primero cosían lo más cercano al hueso, y posteriormente coserían la piel.

18 puntadas le dieron al músculo un estiramiento masivo y doloroso. las consecuentes 22, ya en la piel, no resultaron más amigables.

Lo memorable de las últimas puntadas fue que la anestesia, ya no tenía efecto, se había diluido en mi sangre saturada de miedo y dolor.

La aguja penetraba la piel, para después jalar el hilo, que se tensaba cual cuerda de guitarra. Sentía el ir y venir de la aguja, con tal intensidad que una maestra que hacía de testigo decidió salir de allí por mi cara de sufrimiento.

Mi herida fue embalsamada. No podía mover la pierna sin sentir que la herida se abría, y ver como la sangre cubría las vendas que la recubrían. Mi herida tiempo después asemejaba una cara sonriente del punk.